La verdad incómoda de los crímenes de cuello blanco
Puede que el crimen, especialmente los crímenes violentos, sea la obsesión nacional de Estados Unidos. Domina las noticias, es el tema de populares novelas y llena el espacio televisivo, desde la serie The People v. O.J. Simpson de FX hasta The Night Of de HBO y Making a Murderer (Fabricando un asesino) de Netflix.
Sin embargo, nuestra actitud hacia los crímenes de cuello blanco es algo distinta. Por un lado, nos fascina: ¿Por qué cometen este tipo de delitos profesionales bien remunerados, ya sea por su cuenta, junto a compañeros o como colaboración dentro de una organización? Por otro lado, nos aburre: los complejos esquemas financieros resultan difíciles de entender y en muchas ocasiones ni los autores ni las víctimas están bien definidos. ¿Quién sufre cuando una empresa falsifica cifras dentro de una hoja de cálculo? ¿Quién tiene la culpa cuando una empresa cuenta con miles de empleados y procesos burocráticos? E incluso si logramos identificar a los responsables, ¿cómo deberíamos castigarlos? Dos nuevos libros arrojan algo de luz sobre estas y otras preguntas.
El profesor de derecho de la Universidad de Duke (EEUU) Samuel W. Buell, que fue uno de los fiscales principales del caso Enron, aborda el componente legal de estos crímenes en su libro Capital Offenses (W. W. Norton & Company, 2016). Buell considera que el crimen empresarial está muy arraigado en el contexto en que se produce y que los casos pueden reducirse a la cuestión de si los acusados sabían o no que sus acciones eran ilegales; lo que significa que la fiscalía ha de intentar leer sus mentes después de los hechos. El autor explica, por ejemplo, que la defensa estándar en un caso de fraude no alega que el fraude no ocurriera, sino que el autor de éste no sabía que incumplía la ley. Otra versión es que, al margen de lo que crea el Gobierno, el comportamiento fraudulento es una práctica habitual en su industria.
Acotar de esta manera tan sutil la intención y la responsabilidad resulta aún más difícil cuando los ejecutivos dependen de asesores expertos para ayudarles a tomar decisiones. Si un abogado o contable le dice que algo es legal –aunque apenas lo sea- ¿debería ir a la cárcel si quien se ha equivocado es ese experto? Muchas decisiones que parecen avaras o egoístas no lo son a posteriori. Muchos crímenes ocurren cuando prácticas empresariales habituales van más allá de lo que la ley permite.
El enjuiciamiento se vuelve especialmente difícil cuando una conducta criminal se extiende a lo largo y ancho de una empresa. En estos casos resulta extremadamente complicado discernir dónde reside la culpa. (Piense en la frecuencia con la que el público obvia distinguir entre una empresa y las personas que trabajan en ella). Es probable que las personas que coronan el organigrama -las mismas que acarrean con la mayor responsabilidad en cuanto a la empresa- sepan muy poco sobre las actividades diarias que en ella se realizan. Y castigar a una gran empresa –a través de multas exorbitadas o el envío de sus líderes a prisión– puede destruirla, algo que genera una seria onda expansiva de consecuencias económicas para sus trabajadores, clientes y comunidades inocentes.
No existen respuestas fáciles, y Buell señala que el Gobierno tiende a perseguir sólo aquellos casos de crimen de cuello blanco que cree poder ganar. Aun así, podemos consolarnos con el siguiente progreso: entre 1996 y 2011, la pena media casi se dobló para los casos de fraude, incluso cuando se reducía para el total de los crímenes federales.
Mientras que la experiencia de Buell analiza la corrupción organizativa y la dificultad de luchar contra ella, el profesor de la Escuela de Negocios de la Universidad de Harvard (EEUU) Eugene Soltes estudia en su libro Why They Do It (Public Affairs, 2016) los crímenes en que sus autores individuales han sido capturados y condenados. Su libro se basa en entrevistas en profundidad con criminales de cuello blanco. Soltes busca entender cómo estos hombres (casi todos los criminales empresariales son hombres) pasaron del equipo directivo a una celda de la cárcel.
A lo largo de los años, la gente ha ofrecido todo tipo de explicaciones: una naturaleza desviada, la teoría de la «manzana podrida», características físicas, autocontrol pobre, falta de empatía, química cerebral, psicopatía, presión social… Algunas de estas ideas han sido refutadas; otras, según Soltes, son insuficientes. Pero, ¿qué dicen los propios criminales?
Si se pueden resumir los resultados de su investigación con una idea, es que los criminales de cuello blanco rara vez se paran a pensar en los resultados o las víctimas potenciales de sus decisiones. Tenga en cuenta estas reveladoras citas de sus entrevistas: «Ni una vez pensé en los costes frente a las recompensas» (uso de información privilegiada); «Sé que esto sonará rarísimo, pero cuando firmaba los documentos, no lo consideraba mentir» (fraude); y «Nunca pensé en las consecuencias… porque no creía estar haciendo nada claramente delictivo» (uso de información privilegiada).
Para comprender esta llamativa falta de autorreflexión, Soltes se adentra en la psicología de la toma de decisiones dentro de las organizaciones y empresas, lo que enlaza perfectamente con el trabajo de Buell. Una consecuencia de las empresas modernas es que sus líderes están aislados de los accionistas, los clientes y el público. Esta distancia psicológica puede llevar a los ejecutivos a perder el rumbo. Ejemplo tras ejemplo, Soltes demuestra que los crímenes de cuello blanco tienden a producirse cuando la «naturaleza anodina y rutinaria» de las acciones cotidianas permite que eviten el examen moral de los potenciales criminales. Las asignaturas de ética en las escuelas de negocios pueden ayudar, pero tomar decisiones en un aula difiere muchísimo de enfrentarse a ellas en el mundo real.
Los dos autores se muestran de acuerdo en que necesitamos mejores maneras de enfrentarnos a los crímenes de cuello blanco. La propuesta de Soltes es frenar el comportamiento delictivo antes de que empiece. Dado que en gran parte se cometen sin intención criminal, dice, la mejor solución consiste en que los ejecutivos se rodeen con personas que no tengan miedo de cuestionar sus decisiones. En cuanto al aspecto legal, Buell asegura que necesitamos una mayor transparencia empresarial e incentivos para que los ejecutivos actúen en beneficio de los accionistas. También pide una regulación más elaborada, pero advierte que sólo ayudará hasta cierto punto: las grandes empresas invierten mucho dinero en impedir que las normas que les podrían limitar se conviertan en ley. Y, de forma aún más importante, la regulación no impide los crímenes.
La solución real, según Buell, consiste en replantear la noción de corrupción, tanto en los negocios como en la política. Después de todo, las contribuciones a las campañas políticas y que luego influyen en las políticas que se deciden también encuentran entre esos actos dudosos, avaros y egoístas que no son ilegales. Hasta que la definición de «legal» deje de estar controlada por las personas y empresas con los bolsillos más llenos, será improbable que se produzca un cambio real.
M Olejarz
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